lunes, 26 de octubre de 2009

Ahogando realidades



Él apaga la luz.
Se mete entre mis sábanas y me da un beso.
"Te quiero", me susurra.
Yo cierro los ojos y empiezo a contar ovejas, porque a veces, digan lo digan, es mejor soñar que vivir.

jueves, 4 de junio de 2009

Inocente aprendiz

No hay nada que invite más a la nostalgia que una noche de verano entre viejos amigos. Tan sólo hace falta una botella de whisky (si cabe elección Jack Daniels) y una buena canción. Bryan Adams y su “Summer of 69”, por ejemplo.

Todo recuerdo conlleva un lugar, un aroma y un sentimiento. El rincón del colegio contiene un buen trozo de mi vida. Ese pequeño porche que me marcó. Siempre me sentaba ahí con mis amigas. Éramos doce. Una docena de niñas jugando a imaginar la vida. Pasábamos las horas ahí sentadas, viendo pasar los coches. Contando chistes, riendo, comiendo sin parar, aprendiendo cosas nuevas.

Con 15 años teníamos las hormonas disparadas. Tan disparadas que cuando pasaba una cuadrilla de chicos en coche nos poníamos perdidamente rojas. Fue en esas fechas cuando comenzamos a comprender aquella sensación de mariposas en la tripa. Y empezamos a soñar. A imaginar a chicos vestidos de azul que se hacían llamar príncipes.

Una de tantas noches pasó algo increíble. Era finales de agosto y nuestro “txoko” continuaba como siempre: invadido por doce dulces caritas. Charlábamos de alguna tontería, cuando de repente paró junto a nosotras un coche. Rojo y brillante. Curiosas esperamos ver quién era. Se abrió la puerta del copiloto y de ella se bajó uno de los protagonistas de nuestras fantasías.

Nos saludó y sonrió. No hubo respuesta. Incluso alguna se quedó con la boca abierta.
-Oye, ¿no tendréis un pitillo?- nos preguntó.

¡Qué decepción! Ninguna de nosotras si quiera había olido uno de cerca. Así que se fue. Nuestros corazones quedaron ahí, repartidos en pedacitos por nuestro pequeño rincón.

Fue aquel final de verano en el que aprendimos a fumar.

lunes, 11 de mayo de 2009

Fiel Compañero

El tiempo marca criterios. Madura nuestros juicios y nos roba gran parte de nuestra inocencia.
Nos obliga a contar con tan sólo una mano, a la hora de hablar de amigos; y aumenta nuestros suspiros.
Nos despoja de momentos felices, y a cambio nos regala grandes dosis de nostalgia.
Decide ser veloz cuando reímos y ralentiza el paso si el ansia nos devora.
Nos entrega como premio los años y nosotros lo recibimos como un obsequio de mal gusto.
Es el compañero que siempre buscamos, nunca nos falla.
Todos sabemos que es bueno tener cerca a un amigo, pero mejor aún al enemigo porque, ¿quién si no para animarnos a vivir cada momento como el último?

sábado, 2 de mayo de 2009

Pétalos en el camisón

Se levanta de la cama lentamente, con el peso de una larga vida tras su espalda. La observo y reflexiono. El tiempo se encargó de robarme todo, hasta mi forma de amar…No quedan sonrisas juguetonas, ni miradas misteriosas.

La pasión se fugó: una mañana se fue a comprar más amor y jamás volvió. Las flores de su bonito camisón lo saben.

El sol acecha al mediodía. Comemos cocido. Su cocido. Uno de sus mejores platos.

Me dejo caer en el sofá y el sueño me vence. Despierto con la noche brotando de entre los últimos rayos de luz.

Un poco de tele, una cena ligera y a coger posición entre las sábanas. Ella llega más tarde. Va al baño y vuelve con su camisón de flores. Con esos pétalos que intentan camuflar el inevitable arrebato de los años.

jueves, 19 de marzo de 2009

Olor a goma quemada

Ocurrió aquel invierno. Recuerdo la fecha claramente porque regresábamos de una cena familiar. Era de noche y la oscuridad parecía devorarnos. La conversación fluía tranquila cuando mi padre frenó de golpe. Fue algo surrealista.

Aquella imagen duró tan sólo unos segundos. Pero fue preciosa. Un grácil dálmata se postró ante nosotros, como si su belleza fuera digna de ser iluminada.

Bajé del coche corriendo, deseando que el perro, sumiso, esperara mis caricias pero en cuanto di un paso hacia él, huyó. No logramos alcanzarle. Llegué a casa con una sonrisa desdibujada. El rebelde había escapado.
A la mañana siguiente, me desperté malhumorada recordando lo ocurrido. El coche arrastraba sus ruedas hacia la universidad. No había conversación.

El sol apenas había asomado entre las nubes cuando de la nada, tras unos arbustos cercanos a la carretera, apareció el pequeño dálmata. Todo ocurrió muy deprisa: las ruedas chirriaron, un golpe seco y un fuerte olor a goma quemada.

Sólo entonces quedó el silencio. El sol comenzó a calentar y la sangre camufló las negruzcas manchas del dálmata.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Viviendo dos vidas

No hay arte al escribir. Tan sólo esfuerzo, constancia y paciencia. Porque las grandes historias nunca faltan, pero el don para plasmarlas en un papel es virtud de unos pocos. Se les hace llamar intelectuales, genios, grandes literatos…Pero para mí, simplemente son dueños de la imaginación.

Aquellos que pueden jugar a reescribir el destino de nuestro mundo imaginado. Nos hacen soñar lo imposible, caminar sobre realidades nunca vistas. Yo los califico como magos. Son capaces de hilar mundos pasados y futuros, realidades y mitos.
El verdadero placer de la literatura reside en jugar a soñar cosas imposibles y alcanzarlas con tan sólo rozar las palabras. Porque si has leído mientras vivías, has vivido dos vidas.

El escritor no nace sabiendo, sino que se alimenta a base de tiempo. Años que entrañan conocimientos y experiencias. Observa, lee, escucha e imagina. Y así empuña su pluma y comienza a garabatear. A dudar en si esta palabra es buena o en si hay otra frase que encaje mejor. Y vuelve a empezar. Rompe la hoja lleno de desesperación y se enfrenta a otra lucha de paciencia.

Pero al final acaba ganando la batalla. Porque es capaz de ver donde otros no hallan nada, escribe historias mundanas convirtiéndolas en exquisitas. Posee el poder de crear.

Cuando me preguntan por qué me gusta escribir pienso que no hay respuesta que valga pues no se puede definir algo tan grande. Simplemente nace de dentro y se alimenta del mundo.

Jugando a polis y cacos

Caminaba demasiado rápido. Pero nadie le dio importancia. Yo decidí seguirle. El resto del mundo parecía ir a contracorriente, como si el juego de polis y cacos no tuviera nada que ver con ellos. Fue en ese instante cuando recordé una frase que había leído: “Sólo los peces muertos siguen la corriente, yo prefiero ser un salmón”.
Sí, él era un salmón.

Le seguí calle abajo y se me grabó en la mente su cara. Fue un momento fugaz. Tan sólo un segundo. Se paró conscientemente y giró la cabeza. Me miró divertido y continuó la huída.
Para cuando reaccioné ya era tarde. Le perdí de vista. Él contaba con cuatro patas; yo, tan sólo con dos.